Como una marca de posesión: así nacieron los ex libris cuando todavía no tenían denominación ni forma ni uso extendido, y el faraón Amenofis III ya insertaba pequeñas placas de barro cocido con su nombre en cajas repletas de rollos de papiros para que supiéramos (como lo sabemos hoy, gracias a que una de esas vanidosas placas se conserva en el Museo Británico de Londres) que esos rollos eran suyos, suyos, suyos.
Sólo la invención de la imprenta, en 1440, y la consiguiente multiplicación de las bibliotecas les dieron, desde el siglo XV, cierta popularidad, que de todos modos no fue demasiada: sólo los señores de familias poderosas tenían sus ex libris con motivos heráldicos para indicar la pertenencia del libro, ya no a una persona, sino a todo un linaje de gente muy leída.
Desde entonces, y hasta los años 40 del siglo pasado, las cosas funcionaron bien para los ex libris: muchos los usaban, otros tantos los coleccionaban, y varios vivían de producirlos. Desde Durero hasta Dalí, pasando por Escher, Klimt y Goya, los artistas diseñaron ex libris para personas notorias y no tanto. Firmas como Dickens, señoras como Gloria Swanson, actores como Charles Chaplin y seres como Benito Mussolini tuvieron el suyo.
Pero desde entonces las cosas han cambiado y, como resultado de estos cambios, muchos lectores habrán llegado hasta aquí sin la menor idea de qué cosa se oculta detrás de esa expresión latina que significa "este libro es de".
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